Arrodillado en la acera
como un penitente
hay un hombre
pidiendo limosna.
Los transeúntes caminan
y se les quedan mirando.
Algunos de buen corazón
le dejan unas monedas
y otros ni siquiera
posan en él
sus miradas.
El hombre avergonzado
permanece postrado.
Todo le duele
por la posición
pero allí permanece
hasta que oscurece.
Y cuándo se pone de pie
mete en el bolsillo
de su pantalón
esas monedas
que abultan más
de lo que valen.
Y en silencio se dice
que hoy ha tenido
mucha suerte.
Después se dirige
a esa vieja pensión
dónde tiene
un plato caliente
y un humilde catre
el día que puede pagar.
Él y tantos otros...
Verónica O.M.